... relatos pseudopoéticos escritos desde lo más profundo de mi ser

La quietud serena del atardecer calmado

Sólo el tiempo pasa donde no pasa nada. 

Las olas meciéndose adormecidas sobre el horizonte acostado. Los susurros que arrastra la brisa al otro lado del mar. El manso deslizar de la arena entre los dedos. La plácida respiración de quien camina sin prisa. Las estrellas acostadas sobre la oscura espalda del cielo. Las terrazas que se esparcen sobre las baldosas quebradas. El silencio que con delicadeza se acuesta sobre las sábanas. El etéreo transcurrir de los días. El bochornoso tacto que resbala sobre la piel desnuda. La quietud serena del atardecer calmado. 

Efímeros hechizos (que en quince días palidecen y marchitan) nos embaucan con argucias disfrazadas de sosiego y nos seducen sutilmente y nos halagan con sus -ores*. Y en un instante nimio e inocente… ¡zas! se desvanecen en el éter las tempranas agresiones del despertador odioso y los tediosos minutos embargados en atascos y las citas agitadas que deambulan en la agenda y los bostezos que a media mañana revolotean junto al café y las arrugas de una camisa aún joven y los cordones cruzados de los zapatos recién limpios y el estrés sombreado que atraviesa insensible el calendario. 

Y a media tarde la cama sigue deshecha y la ropa tendida al sol y danzan de un lado a otro las cortinas salpicadas de luz mientras las caracolas aquietadas tararean un rock and roll. Y las ventanas abiertas de par en par invitan al sol a colarse en casa y el viento, desobediente y juguetón, se entretiene persiguiendo la alargada sombra que del reposo escapa. 

Y no importa que el devenir diario se entretenga coleccionando minutos caducos, ni que el reloj colmado de segundos inertes diga que es tarde, pues el tiempo en su deambular eterno se va derramando suavemente sobre las huellas que se abandonan en la orilla del mar y se va consumiendo con imperceptible esmero mientras el reflejo anaranjado del día se alarga hasta quebrarse y desaparece ingrávida la tenue luz crepuscular tras el horizonte infinito. 

Y los besos saben más ricos cuando los sapos están de vacaciones y los príncipes no trabajan. Y tiene sentido perderse para no encontrarse con nadie. Y apenas importa demorar el sueño cazando estrellas fugaces para madurar los dulces sueños dulces. Y arrullarme al cobijo de la playa en tu regazo y doblegarme ante tus mimos y deslizarme bajo la luna tejiendo con los ojos abiertos quimeras y ensueños y sentir como se eriza la piel y se serena el alma. Y olvidarse de todo y de todos. Y disfrutar y sonreír. Disfrutar y sonreír. Disfrutar y sonreír. 

*desvergonzados colores, sabores atrevidos, intensos olores, amores caprichosos, gentiles calores, conmovedores detalles, momentos encantadores…

La Prima de Riesgo deja de ser noticia

Odio los telediarios. Manojo de realidades televisadas comprimidas en treinta insípidos minutos. Tan alejados y distantes del mundo que se extiende bajo las huellas que dibujan mis pies en la arena que en ocasiones dudo formar parte de él. 

Imágenes supernítidas vomitadas a toda velocidad a través del filtro de los televisores Full HD. Dolorosas muestras del sinuoso rumbo hacia el que avanza el ser humano. Noticias minuciosamente diseccionadas maquilladas con photoshop, desgarradores detalles ocultos bajo pantallas de plasma y coloridos escenarios, contrastadas informaciones que se mezclan y se entremezclan y se cruzan y se parten y se reparten tratando inútilmente de disimular la indecencia del género humano que se debate indeciso entre enriquecer aún más sus propios bolsillos o aniquilarse a si mismo en pos del progreso. 

Recortes, paro, guerras, engaños, manifestaciones, futbol, inmigración, corrupción, terrorismo, hambre, conflictos, maltrato, desigualdad, sequias, política, muerte… circos ambulantes que durante poco más de media hora arrojan sobre nuestros ojos la barbarie que asola medio mundo mientras el otro medio permanece impasible e inmutable en sus cómodos sillones, domesticado, sin saberlo, por el amo que le da de comer. 

Odio los telediarios. Porque omiten deliberadamente los detalles que se desprenden del vaivén del día a día. Porque desoyen los gritos en los que se acuna la calle. Porque olvidan fotografiar las cicatrices con las que se va haciendo fuerte la vida. Porque apenas dan importancia a la dulzura de una sonrisa. Porque deshumanizan impunemente al hombre. Porque centrándose en el producto se olvidan de las personas. Porque… 

Así que si me permiten seré yo quien, rasgando con cautela el guión social pre marcado y desandando el sendero que nos incitan a seguir, les relate los hechos cotidianos que llenan de ordinario la vida: las lágrimas de María poco antes de que su hijo alcance la meta y consiga acabar primero una modesta carrera infantil, la felicidad que sacude a Paula al descubrir que la nota final de la selectividad le permitirá estudiar medicina, la sorpresa de dos viejos amigos de la infancia que como si no hubiera pasado el tiempo se saludan con entusiasmo, el cálido abrazo en el que se funden dos jóvenes que aprenden a deletrear la palabra amor, la maravillosa puesta de sol tras el horizonte que perfila el mar, la exquisitez de un delicado manjar extendido sobre el mantel de la playa, el torrente de agua y de sal que destruye el castillo de arena y la desilusión del pequeño arquitecto que mira extrañado, una chica tendida al sol dejando volar sus sueños, la cara de un jovencísimo aprendiz de portero que tras encajar un gol no puede ocultar su rabia, el olor a humedad que precede a la tormenta, la cerveza tostada al sol con limón, el dulce sabor de la fruta de verano… noticias sin aparente importancia que apenas importan pero que con suavidad van aquietando el transcurrir diario de la vida que prosigue lentamente. Noticias.

Operación Bikini

« ¡Aliento de mariposa, baba de caracol… qué vuelva a brillar el sol! ¡Ancas de rana verde, bigotes de cual ratón… qué retorne el calor! ¡Pétalos de margarita, vapores de dragón… veranito, playita, sol!» 

Por fin surgieron efecto los conjuros para alejar la oscuridad del invierno y desterrar del horizonte sumergido en el mar las tormentas y los tormentos que antaño azotaron la costa ya de por sí quebrada. Por fin cesó la furia de los aguaceros intensos y descansaron agotados los maltrechos paraguas que sobrevivieron a la crueldad de tantos y tan bravíos eneros. Por fin se alargaron como sombras las aletargadas horas del día con remiendos de azules cielos y estivales rayos de sol y tintineantes estrellas y horizontes de roca y nieve y coloridos prados de flores silvestres. Y nos alcanzó por fin la noche de San Juan y de entre las candentes brasas de sus hogueras renació el anhelado verano que tanto echábamos de menos. 

Pero el desalmado invierno fue cruel con nosotros y con argucias y enredos diluyó nuestra esbelta figura, arropada entre bufandas y abrigos, en el vacío del espejo. Y colmados de ingenuidad creímos que lo que redondeaba nuestras barrigas era el grosor del pijama o el suave peso de las mantas que descansaban cada noche junto a nosotros en el sofá, mientras seguíamos imaginándonos tan atléticos como los héroes griegos.

Entonces nos sorprendió de improviso el ansiado estío con unos kilitos extrañamente acoplados al cuerpo, perfectamente amoldados bajo la pálida piel, estratégicamente colocados. Tanto, incluso,que apenas podían disimularse unos efímeros segundos conteniendo el aire en los pulmones o apretando en demasía el cinturón del pantalón. Así que ante la imposibilidad de hacerlos desaparecer por arte de magia y sin pretender eludir mi responsabilidad para con el bañador acudí con ferviente devoción a milagrosos métodos de dudosa reputación con el fin de devolverle al espejo el reflejo de la lustrosa figura que lucía en tiempos pasados. 

Pero escarmentado por las falsas promesas de comparsas televisivas opté por desechar cada una de las fehacientes inventivas que caían en mis manos: el infalible e inseguro método Dukan, dietas de ínfimas calorías a base de zanahorias, jengibre y piña,la cruzada contra los alimentos sólidos en favor de deleznables batidos hiper-mega-multi-proteínicos, encriptadas horas en las que se comiera lo que se comiese nunca se engordaba, esmerados engaños para hacer desaparecer el apetito con esotéricos zumos de asqueroso sabor… y opté en cambio por un remedio mucho más sencillo: sonreír y disfrutar siendo yo mismo porque, en definitiva, no importan los kilos que me escupa a la cara la báscula sino la satisfacción de quererse a uno mismo tal y como uno es. ¿A quién le importan las calorías que se esconden bajo el cónico barquillo de un helado de nata y nuez cuando lo está disfrutando paseando descalzo a la orilla del mar? Amén.

La importancia de las cosas que no tienen importancia

Resulta casi milagroso observar como con los retales rasgados de los sueños que nos sobran a muchos o simplemente con las migajas que desperdiciamos cada amanecer en el borde de nuestros espasmódicos delirios, unos pocos logran construir los suyos con asombrosa maestría. 

No sólo me refiero a los extravagantes inventos que como por arte de magia emanaban de la cabecita de MacGyver, quien lograba escapar de toda clase de peligros sirviéndose de sencillos clips o chicles de menta, o al ingenioso Dédalo y a su imprudente hijo Ícaro, quienes consiguieron escapar del laberinto que daba cobijo al desalmado minotauro con unas elaboradas alas de cera fundida y plumas de nimios pájaros. Sino que, enredados en la maraña de la vida cotidiana de la que de ordinario formamos parte, podemos encontrar ejemplos maravillosos de personas corrientes y tangentes que reclaman para sí la gloria que apenas se vislumbra en sus sueños. 

Así a la vuelta de la esquina descubriremos a maestros de orquesta que buscan la inspiración en viejas latas de conservas y bidones de latón, a arquitectos idealistas que, tomándose en serio los derechos humanos, proyectan casas en contenedores abandonados de barcos mercantes, a carpinteros que hartos de fabricar mesas en masa se imaginan los muebles de nuestras casas con materiales reciclados, a personas sencillas que buscan más allá de la basura la forma de iluminar el mundo de los más desfavorecidos con bombillas embotelladas en plástico y zinc, o a quienes para sobrevivir a los aciagos golpes del destino adverso recurren a diminutos tapones para costear grandísimas operaciones. 

Y aunque algunos de estos artificios puedan parecer extremadamente sencillos (puesto que la dificultad no reside en la utilización de instrumentos tan comunes como éstos sino en su ideación, fabricación y aprovechamiento) la mayoría de nosotros, admitámoslo, jamás superaremos la sofisticada fase del oficinista manitas que, emulando los inventos de Da Vinci, elabora para la grandeza de su ego diversos chismes o chapuzas tan refinadas como la piedra pisapapeles, el intercomunicador espacial de yogures naturales o el bote de refresco para almacenar bolígrafos y demás trastos. 

Por lo tanto donde nosotros sólo vemos un insignificante papel con franjas de colores un niño de dieciséis años, apenado por el fallecimiento de un familiar, descubrirá la fórmula para detectar varios tipos de cáncer. Donde la mayoría solo vemos un montón de inservibles bolsas de plástico un inventor advertirá una fuente alternativa de combustible. Donde muchos sólo vemos viejos neumáticos desgastados un ingeniero preocupado por el medio ambiente distinguirá materia asfáltica con la que construir nuevas carreteras. Donde la humanidad sólo ve un tronco añejo flotando a la deriva en un mar cada vez menos azul un náufrago avistará su anhelado y eficaz medio de salvación. Donde usted encuentre un problema alguien apreciará una oportunidad. Ahí radica la importancia de las cosas que, aparentemente, no tienen importancia, en que importan.

Estrategias de marketing cotidiano

Sucede a menudo que mientras cientos de centelleantes imágenes de colores se deslizan sigilosamente entre la interfaz de nuestras neuronas, ciertas cosas, sin aparente importancia, pasan totalmente desapercibidas ante nosotros. Tal es la ceguera pseudovoluntaria en la que nuestros ojos están inmersos que en innumerables ocasiones el envoltorio reclama más la atención que el regalo en cuestión. 

Déjenme que les ponga un ejemplo: según expertos en la materia una persona, como usted mismo (no se ofenda), recibe a lo largo de las veinticuatro horas que consumen el día un total de 3.000 impactos publicitarios que con precisa sutileza se introducen en nuestra conciencia y nublan con idílicas fantasías nuestra mente. Teniendo en cuenta que invertimos cada noche una media de ocho horas cazando estrellas, son aproximadamente unos doscientos señuelos los que cada hora nos deslumbran con su ir y venir a toda prisa cegando con alevosía y deliberada premeditación nuestra conciencia, que permanece sumergida en un estado de aletargada flotación causado por el monótono transcurrir de las semanas. Así, seremos sutilmente seducidos a diario por el incesante eco de los cantos de sirena que nos anuncian cosméticos que esconden, sin precisar dónde, la fórmula de la eterna juventud, fulgurantes coches que pasan a toda velocidad dejando tras de sí la estela de los sueños con los que desde ese momento soñamos, insuperables ofertas de cosas realmente increíbles que creíamos no necesitar, programas prefabricados con retales de vidas ajenas con los que entretener la desidia, metafóricos anuncios de fragantes perfumes, consejos de bricolaje para reparar bancos quebrados, marcas, marcas y más marcas… ¿Les suena? Seguramente. 

Pues como les decía, nuestros sentidos, incapaces de sobreponerse a tanto spam 1, preocupados en procesar datos, metadatos e hipermetadatos de toda índole, no son capaces de advertir cosas tan sutiles como la línea curva de una sonrisa, el lindo sonido de un buenos días, las tenues caricias del sol sobre la piel desnuda de marzo, el blanquecino renacer de las flores o el apasionado canto de los pájaros anunciando la primavera que nos alcanza. 

Así que si me permiten un consejo (disculpen mi osadía y el impertinente atrevimiento del que soy víctima): disfruten, pero no con las zapatillas de marca que publicita el Balón de Oro sino con la fina arena que desaparece bajo las huellas que éstas van dejando esparcidas sobre la playa. Susúrrenle a su pareja lo bonita que está al despertar aunque su pijama no se parezca lo más mínimo a los conjuntos que anuncian no sé qué ángeles. Regálenle a la panadera de la tienda de la esquina su sonrisa más sincera sin que importe que sus pómulos estén maquillados con fina harina y no con mágicos ungüentos que evaporan las arrugas. Discutan agradablemente con su vecino sobre lo que les plazca y no sobre lo que les venden avezados publicistas con piel de cordero. Apaguen ese trasto al que llaman televisión y déjense arrastrar por los rayos de sol. Y disfruten, únicamente disfruten. 

 1. Mensaje basura no solicitado, eso si, fácil de reciclar.

el mar, la mar

De donde yo vengo el mar no es tan azul y siempre está en calma. El aire, que mece a su antojo las olas y serpentea entre las espigadas velas que se alzan anhelando el firmamento, es cálido en verano y tan frío en invierno que hasta la espuma que suavemente acaricia la orilla se escarcha a su llegada. Los veleros que en su infinidad se adentran hasta perderse en la lejanía del horizonte van dejando tras de sí estelas rectilíneas como si fuesen migas de pan y bajo una bruma polvorienta arrastran a su regreso los víveres que nacen del angosto fondo de sus entrañas. El olor a salitre que empuja la brisa a veces con ella se confunde con el verdor de los pinos o la quemazón de las chimeneas o el agradable dulzor de las flores en abril, y la humedad que se posa despistada sobre la ropa tendida se desvanece al instante bajo las tiernas caricias de los rayos del sol.

El mar de donde yo vengo no es tan azul, ni tan profundo, ni si quiera tan extraordinariamente extenso pero es dulce y apacible como el que descansa frente a mis ojos ahora y acaricia con suavidad mis pies descalzos.

Me ha confesado el viento que esconde bajo su ombligo estrellas fugaces caídas del cielo y recita poemas de amor cuando cree que nadie la escucha. Que para que olvidemos el paso del tiempo borra las huellas que vamos dejando y que nos ofrece su horizonte vacío para que lo inundemos de ilusorias quimeras. Que cada vez que sopla el sur se acurruca en su regazo para aliviar el malestar de su alma y que, cual pirata con pata de palo, esconde en las playas desiertas sus más apreciados tesoros.

Pero este mar que se acuesta cada noche sobre la espalda de una ciudad apagada y se tiñe cada amanecer del color rojizo del cielo no siempre está en calma ni se muestra siempre tan placentero y sereno.

En ocasiones se vuelve iracundo y arremete violentamente contra la costa indeleble que a veces se quiebra. Enloquecido salta por los aires maldiciendo su destino, resquebrajando cuanto encuentra a su paso. Despiadado vuelca su cruel fuerza contra la fragilidad de los barcos que aguantan como pueden sus embates. Se retuerce y se estruja con saña sobre su espíritu hasta hacer temblar las estrellas. Ensombrecido por los atroces delirios que le persiguen golpea una y mil veces contra los sueños maltrechos de pequeños pescadores que no pierden la esperanza pero tampoco sus miedos. Y cuando despierta de sus propias pesadillas y descubre lo que ha hecho se hunde en si mismo arrepentido y apenado por el llanto que llega de lejos. 

Así es este mar, tan diferente al que reposa de donde yo vengo, tierno y placido en su lucidez, impulsivo y enfermizo en su tormento.

And the Oscar goes to…

Llueve y hace frío, y aunque me resulte extraño no es extraño que así sea.

Huyendo de la humedad de los charcos que salpican el suelo, mis pies mojados me han conducido hasta la marquesina atestada del autobús donde trato inútilmente de apaciguar el gélido vaho que cubre mis huesos. De manera inconsciente busco refugio bajo la suave bufanda que tuvieron la delicadeza de regalarme los reyes magos y tímidamente me sumerjo entre la gente confiando en hallar un escondite que me cobije del frío que se aferra a mí piel mientras aguardo los siete interminables minutos que tardará en llegar el bus de la línea 5.

Pero el tiempo parece haberse detenido en aquel instante, entumecido aún por la helada que se desliza por entre las lunas de los escaparates que tiritan de frío.

Entonces mis ojos todavía somnolientos tratan de desperezarse dibujando con la mirada las imágenes que decoran el cartelón publicitario de la parada del bus: un mundo al borde del abismo sobre el que se cierne un terrible mal, la silueta de una ciudad en ruinas devorada por las llamas, desolación, angustia, muerte… Solamente el intrépido valor de un héroe logrará salvar a la humanidad del espantoso tormento que está a punto de sufrir.

De pronto una conversación diáfana me rescata de los brazos ficticios de Hollywood para devolverme a la realidad que habito.

-Perdone ¿es ésta la parada de la línea 7?
-Sí, precisamente está llegando el autobús ahora mismo, por suerte para ti con unos minutos de retraso -dice sonriendo un hombre-. ¿Necesitas que te ayude?
-Se lo agradecería la verdad, entre las muletas y la mochila cargada de libros parezco un sherpa minusválido a los pies del Everest. Es usted muy amable.
-¿Amable? ¿Por ayudarte? No hijo, sólo hago lo que debo.

Y entonces descubro mi propio reflejo sonriendo frente a mí sobre la estampa de un mundo apocalíptico y comprendo sin querer que estoy realmente rodeado de superhombres de carne y hueso y no de acero: un joven que aún a riesgo de perder una mano por congelación juguetea con su móvil para robarle a su chica una sonrisa deseándole buenos días; a su lado una mujer se devana los sesos mientras escudriña en su cabeza cómo llenar su nevera vacía con las pocas monedas que cautelosamente guarda en su monedero y alimentar a sus hijos con grandes sueños en lugar de míseras pesadillas; entre bostezos que ansían descanso un hombre cargado de papeles y con una ciudad por recorrer bajo sus pies cede amigablemente su asiento a una pareja de ancianos para que puedan sobrellevar mejor el peso de los años apoyándose el uno en el otro; con cincuenta años cumplidos dos hombres, ajenos al paso del tiempo, minimizan sus oscuras expectativas laborales mientras se preocupan por las pobres personas a las que de un plumazo un tifón, en los confines del globo, se lo ha arrebatado todo; al otro lado de la calle dos amigos comparten la dichosa carga de un viejo sofá imaginándose en él, compartiendo una cerveza y construyendo un mundo vacío de desigualdades e injusticias.

De pronto el autobús de la línea 5 se detiene delante de mí, abre sus puertas, y devolviéndole la sonrisa al conductor, subo y busco un asiento vacío, feliz de saber que aún quedan superhéroes dispuestos a pelear por cambiar la pequeña parte del mundo en el que vivimos.

31,5" millones

Doce. Once. Diez. Nueve… Y a partir de ese momento, desvaneciéndose levemente en el olvido, el insípido sabor del tiempo consumido flotando en la nada, y mi alma mientras tanto detenida en una milésima de segundo rasgada del reloj pendiendo de un hilo… Cinco. Cuatro. Tres. Dos. Uno.

Por delante 365 días con sus noches y sus lunas, 8.760 horas atestas de poco más de medio millón de profundos minutos e insignificantes segundos resbalando uno tras otro sobre la pulcra esfera del reloj, mientras la vida en su eterno deambular irá llenando gota a gota nuestras copas de alegrías y de penas, de cantos y de condenas, ofreciéndonos minúsculos sorbos de sí misma para brindar con ella a su salud.

Y así desenvolviendo con esmero utópicas ilusiones y anhelados deseos invertimos aquellas kalendas pactando con la tristeza amarga una tregua condicionada a la crisis. Y contagiándonos solidariamente de alegría fuimos sembrando sueños al compás de cada baile aunque curiosamente aquella noche no dejamos de bailar. Y embriagados con las burbujas del champan nos dio por llenar los brindis de nuestras copas vacías con sonrisas a escondidas mientras trapicheamos disimuladamente en los baños con las delicias de los besos a estrenar. Y dibujamos abrazos infinitos en el aire para espantar nuestros miedos y marginar los funestos pensamientos que amedrentaban el alma anteayer. Y tiritando grabamos nuestros nombres sobre las lunas escarchadas de los coches y dejamos nuestras huellas tatuadas en la pálida nieve que cubría las aceras. Y mientras el reflejo de tus ojos resbalaba por los míos la noche se fue consumiendo lentamente hasta que los rayos del sol me despertaron al cobijo de tu pecho deshaciéndome en tus brazos. Y nos prometimos estrellas mientras mirábamos el cielo y me ofreciste tus noches vacías para guardar en ellas mis sueños. 

Entonces comprendí las condiciones que me ataban al pacto recién firmado con la vida, a nuestro acuerdo con la tristeza soledad: «todos y cada uno de los días deberás devolverme como parte del trato una sonrisa, una palabra entrañable, un dulce beso, una tierna mirada, un apacible silencio, un cálido gesto, una estremecedora caricia». 

Y así fue como, sin saberlo, se nos fueron escurriendo de entre las manos los primeros minutos de este feliz y prospero año nuevo.

Colgado al sol

Colgado: (part. del vb. colgar)

1. adj. Contingente, incierto.
2. adj. Anhelosamente pendiente o dependiente en grado sumo. Estar, quedarse colgado.
3. adj. coloq. Dicho de una persona: frustrada en sus esperanzas o deseos. Dejar, quedar colgado.
4. adj. coloq. Que se encuentra bajo los efectos de una droga.  

Al

1. contracc. A el.  

Sol: (Del lat. sol, solis)

1. m. Estrella luminosa, centro de nuestro sistema planetario.
2. m. Luz, calor o influjo de este astro. Sentarse al sol. Tomar el sol.
3. m. Tiempo que el Sol emplea en dar una vuelta alrededor de la Tierra.
4. m. Alq. oro (metal).

Retales de recuerdos

Y ahora, bajo la tenue niebla que antecedente al otoño siento como se agolpan en mi memoria las estrellas fugaces que escapaban de nuestras manos, las noches en vela coleccionando sueños, las trampas para cazar musas, los atardeceres coloreados o el aroma de tus besos. Recuerdo como cuidadosamente recogimos cada uno de los segundos caducos del reloj tratando de detener el tiempo, y como guardamos a hurtadillas los secretos que nos confesó en silencio la luna llena. Y entonces los sueños dejaron de ser quimeras y las noches de ser amargas y las lágrimas de ser tristeza.